El día en que mandaron a Correa solito en el Hummer

El presidente de la República ha adquirido la pontificia costumbre de referirse a sí mismo en primera persona del plural: “nos complace”. Un hábito que corresponde al papel que desempeña su propia persona (y por misterio equiparable a la transustanciación, su cuerpo serenísimo) en el tinglado de representaciones del poder que acompaña sus desplazamientos. No hay mejor propaganda del correísmo que Correa mismo, de ahí que su presencia física no pueda prescindir de las solemnidades que lo distinguen del común de los mortales y de cuyo protocolario cumplimiento, como lo demostró en la última sabatina, se ocupa personalmente.

No hay lugar al que acuda el Presidente, se trate de un edificio público o un estadio deportivo, un recinto escolar o una plataforma petrolera, donde los marciales acordes de la canción Patria no suenen para anunciar su llegada y acompañar su ingreso. Alrededor de este recurso escenográfico se podrían tejer muchos análisis. Los propios semiólogos correístas –si la puntillosa lectura de diario Extra que los ocupa les dejara un tiempo libre– bien pudieran iluminarnos, por ejemplo, sobre el significado de tan curiosa selección musical. ¿Por qué una canción tan decididamente castrense y de tan ingrata recordación para los demócratas que vivieron las dictaduras de los setenta se utiliza ahora para representar la unión indivisible del gobierno y sus mandantes personificada en la figura de su líder? El caso es que adonde va Correa, Patria tierra sagrada suena. Es como si el Papa, que también habla de sí mismo en primera persona del plural, se hiciera acompañar a todos lados por los acordes iniciales del Aleluya de Haendel; o la reina de Inglaterra no diera la cara a sus súbditos sin que una banda entonara el Rule Britannia: un gesto de cómica frivolidad.

Patria tierra sagrada suena al principio y al final de la ceremonia más bombástica de cuantas giran en torno al cuerpo del Presidente: el cambio de guardia de cada lunes en Carondelet, un despliegue escenográfico que ocupa toda la Plaza Grande y contempla complicadas coreografías de granaderos de Tarqui a caballo y a pie, desplazamiento de banda militar, proclamas y clarines. La fachada del Palacio luce adornada por las vistosas figuras de los granaderos que guardan su posición de firmes junto a las columnas del atrio, arriba en el campanario y más arriba, junto a la bandera. Al pie, sobre la calle García Moreno, 200 o más sillas se disponen para los asistentes con pases de cortesía. En el balcón, a izquierda y derecha del Presidente, se plantan en hilera los invitados especiales, ordenados de menor a mayor rango según sea la distancia que los separa del centro, donde se encuentra Correa, como el sol en las alegorías barrocas del poder colonial que se escenificaron hace siglos sobre esta misma plaza. Luego el Presidente se fotografiará con los invitados aunque el sábado, cuando le toque leer sus nombres en la sabatina, no sepa recordarlos. Nunca falta entre ellos el alcalde o el jefe político de algún cantón remoto, presente en Quito por obligaciones tramitológicas y que luego, ya de regreso a su provincia, mandará a imprimir carteles con esa foto como medio invalorable de asegurar su prestigio: son los atributos del poder que descienden como los rayos del sol a través de la escala jerárquica hasta los últimos rincones de la República.

De un tiempo a esta parte el cuerpo del Presidente ocupa también el centro de otra ceremonia, no menos anacrónica que la anterior: la entrada triunfal, antaño reservada para los generales victoriosos. Para ella Correa se sirve de uno de esos enormes vehículos militares todoterreno marca Hummer, en cuyo centro se sitúa investido con su banda presidencial, de pie y rodeado por su séquito de asistentes y edecanes. Desde ahí saluda con aspavientos a las masas que lo aclaman mientras el carro se desplaza lentamente entre los granaderos que le hacen calle de honor sobre sus enjaezados corceles. Una hilera de motociclistas de la Policía con uniforme de parada le abre el paso.

Así más o menos debió abrir la semana pasada el desfile militar por las fiestas de Loja. Pero algo falló y ahora alguien en Carondelet ha sido llamado a dar explicaciones. Lo contó el propio Correa en la sabatina: “Abrimos el desfile –dijo–. Me mandaron soliiito en un Hummer, qué mal que me sentía. O sea, me sentía muy bien por el cariño de la gente pero decía: ¿cómo me traen solito en un Hummer?”. Extrañas palabras para cualquiera que mire las imágenes de ese día, en las que se ve con claridad que el Presidente no estuvo solo en el vehículo sino rodeado por su séquito habitual de asistentes y edecanes. Hay que suponer que ellos no cuentan y que Correa, en realidad, extrañó otra cosa: los fastos. Con un buen número de granaderos montados a lado y lado quizá se habría sentido mucho mejor: “Estoy pidiendo los informes respectivos –continuó–. Si yo abro el desfile yo tengo que estar primero y el desfile atrás, una banda de música, algo. Pero yo solito, ahí, saludando a la gente…”.

Ciertamente imperdonable. ¿Se puede concebir a Napoleón solito en su caballo? Ni hablar. El Presidente es muy sensible en esto de las representaciones de la majestad del poder y es de esperar que algo así no vuelva a ocurrir. “Gracias a Dios –dijo por fin– la gente de Loja nos quiere tanto (a él solito) y es tan culta que nos recibían con muchos aplausos, vítores, etc”. Bueno, los vítores ayudarían en algo a remediar la cosa pero no lo suficiente. ¡Correa solito en el Hummer! ¿A quién se le ocurre hacer eso con un cuerpo tan serenísimo y tan fatuo?

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